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Octubre 2011
Hélix
 Testigos de una historia MANUEL ORTEGA
Perfeccionar el Conacyt
 Testigos de una historia

El doctor Manuel Ortega Ortega fue Director General del Conacyt del 1 de diciembre de 1988 al 31 de diciembre de 1990. Es químico bacteriólogo parasitólogo por la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional, y obtuvo su doctorado en bioquímica en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, Estados Unidos. En el terreno de la administración pública, también se ha desempeñado como asesor del director general de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito.

Inicié mi gestión como director general del Conacyt en diciembre de 1988, a invitación expresa del presidente Carlos Salinas de Gortari, a quien acompañé en esa encomienda los dos primeros años de su sexenio. Antes había ocupado la subsecretaría de Educación e Investigación Tecnológica, en la Secretaría de Educación Pública (SEP); y ese fue el antecedente que motivó la invitación del ex presidente Salinas.

Recibí la Dirección del Conacyt de manos del doctor Gerst Valenzuela, en muy buenas condiciones, y en poco tiempo, agregué unas cuantas acciones con el fin de mejorarlo. Lo primero fue fortalecer el área de becas –yo fui becario y sé lo que es vivir con una beca–, así que di instrucciones para que se duplicara el monto otorgado a estos apoyos.

En segundo lugar, aumentamos el número de becas y el importe de las mismas, que teníamos con los Estados Unidos; me refiero a las denominadas Fullbrigth-García Robles, que tenían valor curricular. En aquel entonces había muy buena disposición de parte del gobierno de ese país para hacerlo. Qué mejor que haya más mexicanos recipiendarios de estas becas, pensamos en ese momento.

El tercer aspecto fue de carácter meramente administrativo. El Dr. Edmundo Flores Flores, que dirigió al Consejo de 1977 a 1982, fue el primero que llevó una computadora al Conacyt y armó todo un sistema moderno de comunicación. Parece mentira, pero cuando yo llegué, seis años después, no se utilizaba convenientemente ese sistema, muchos procesos administrativos seguían realizándose sin el apoyo de los ordenadores. Así que dispuse que, hasta donde fuera posible, todo se computarizara, pues no era posible que el organismo rector de la ciencia y la tecnología en México siguiera llevando estas cuestiones a mano.

La cuarta cuestión –uno de los mayores retos que encontré al asumir la Dirección General– consistió en cómo relacionar realmente la industria y el sector productivo con el desarrollo científico y tecnológico.

Aunque ya había muchos esfuerzos en ese sentido, en mi tiempo se instituyó el programa Tecnología Industrial para la Producción (TIP), cuyo objetivo era inducir a los empresarios a invertir en ciencia y tecnología, y sobre todo, a que crearan sus propios laboratorios al interior de sus organizaciones.

La base de operación del TIP era mediante aportaciones similares entre el Conacyt y las empresas, que podían partir de 100 millones de pesos a partes iguales; además, se garantizaba al industrial la libertad de seleccionar a la institución o el grupo de investigación con el cual trabajar coordinadamente para resolver los problemas planteados por la misma compañía. Es decir, se daba a ese sector la certeza de que su dinero, y el aportado por el Gobierno, serían invertidos en el desarrollo de proyectos útiles, necesarios. En esos cuatro puntos puse énfasis, por considerarlos relevantes para el desarrollo de la institución, y creo que en ese aspecto entregué bien el Consejo.

Academia versus industria
Sin embargo, veo que el problema del financiamiento a la ciencia y la tecnología persiste. Creo que el dinero para este sector estratégico debe venir no sólo del Gobierno, que no da más, no porque no quiera, sino simplemente porque no le alcanza; debe venir también de las fundaciones, de la iniciativa privada, como sucede en muchos países.

En 1999, por ejemplo, siendo yo subsecretario de Educación e Investigación Tecnológica de la SEP, asistí a una reunión en Seúl para tratar asuntos relacionados con la educación. Las autoridades de ese país, en vez de llevarnos a la universidad de Seúl, nos trasladaron a los laboratorios de la compañía Samsung, donde conocí las pantallas de plasma para televisores y computadoras, antes de que salieran al mercado, al menos en México. Es decir, los desarrollos tecnológicos no estaban en sus instituciones de educación superior, sino en sus empresas, algo que aquí no hemos entendido.

Hace 40 años, en ciencia y tecnología estábamos a la par de países que ahora nos han dejado a la zaga; tal es el caso de Corea, que decidió hace tiempo apoyar tecnológicamente a su industria automovilística a través del Instituto Industrial de Exportaciones, que sería el equivalente a nuestro Conacyt, y el mercado natural de su producción automotriz no es el nacional, sino los mercados extranjeros. Un caso similar es Singapur, un país del tamaño del Distrito Federal, pero uno de los más ricos del mundo, pues su producción científica está orientada a la tecnología.

Aquí se abre otro gran tema: en los países avanzados, del total de los doctores que se gradúan, 80 o 90% se va a trabajar al sector privado, y sólo 10 o 20%, va al sector académico. En nuestro país sucede exactamente lo contrario. Claro, no es por culpa de los egresados; se debe a que la industria nacional no ha creado suficientes laboratorios y centros de investigación, que es lo que nos hace falta. En este sentido, me pregunto si necesitamos más becas. No es que esté en contra de seguir otorgándolas; es magnífico que sigamos formando personal altamente calificado, pero la pregunta es qué destino vamos a dar a esa gente. Las instituciones de educación superior y los centros de investigación no tienen la capacidad suficiente para recibir a los maestros y doctores que graduamos.

En contraparte, quienes ocupan las plazas existentes no quieren dejarlas porque no tenemos un sistema de jubilación digno, que sea atractivo, para que a los 65 años de trabajo los académicos, investigadores y científicos dejen su lugar a los jóvenes que formamos, y éstos no tengan que irse o quedarse en el extranjero a trabajar.

ANTECEDENTES DE LA INVESTIGACIÓN NACIONAL
En México ha habido antecedentes importantesen la investigación científica. Desde los tiempos de Porfirio Díaz se crearon varias instituciones; por ejemplo, el Observatorio Astronómico Nacional, que luego de varios intentos se concretaría en 1878. Asimismo, el Servicio Sismológico Nacional (SSN), fundado el 5 de septiembre de 1910, como parte de los compromisos asumidos por nuestro país en Francia, en el seno de una reunión de 18 países, en la que se acordó la creación de la Asociación Sismológica Internacional, años atrás. Otro caso destacado es la inauguración de la Universidad Nacional de México, también en septiembre de 1910, que 19 años después obtendría su autonomía. Entonces, la propia Universidad empieza a dar vida a diversos institutos de investigación dentro de su campus, aunque éstos no se dedican a la formación de recursos humanos.

Ya con el presidente Lázaro Cárdenas, la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas inicia sus actividades en 1934, como parte de la Universidad Gabino Barreda.

Dos años después, en 1936, se incorpora al recién creado Instituto Politécnico Nacional (IPN), el cual, desde su origen, incorpora labores de investigación, aparte de su vocación formativa de licenciados, convirtiéndose así en la primera institución de educación superior que incluía estos dos aspectos.

En 1965, se crea el Instituto Mexicano del Petróleo, bajo el régimen de Gustavo Díaz Ordaz, para impulsar el desarrollo de las industrias petrolera y petroquímica; de tal manera que la investigación ya se daba, aunque de forma aislada, con cada grupo, ejerciéndola en su campo de acción.

Arturo Roseblueth, en la rama de fisiología, e Ignacio Chávez en la de cardiología, crean departamentos de investigación al interior de instituciones hospitalarias. De hecho, el primero se fundó con el apoyo del presidente Adolfo López Mateos y del secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet: el Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados (Cinvestav), en 1961, en un acto de verdadera visión hacia el futuro, pues fue la primera institución en México dedicada a formar maestros y doctores en ciencias para fortalecer las actividades de investigación.

Hay que mencionar también a investigadores muy distinguidos como Manuel Sandoval Vallarta –alumno de Einstein y de Max Planck–, quien hizo aportes significativos en el campo de la física, además de que dirigió el IPN y fue secretario de Educación Pública en el sexenio de Adolfo Ruiz Cortínez; a Edmundo Calvo, Mario García Hernández, Guillermo Soberón y Carlos Litcher, en la rama de bioquímica.

Surgimiento del Conacyt
Estos esfuerzos aislados son el principio de toda esa corriente que va creciendo y ejerciendo presión sobre el Gobierno para instaurar mecanismos tendientes a apoyar formalmente la investigación nacional. Así se creó por decreto presidencial de Luis Echeverría, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, en diciembre de 1970, como una muestra de voluntad política para apoyar el desarrollo científico y tecnológico del país. No podemos decir, sin embargo, que con ello se estableciera una política de Estado; simplemente era un mensaje positivo para la comunidad científica de ese entonces.

En ese contexto, la fundación del Conacytrepresenta un parte-aguas fenomenal para la vida de México, pues da orden y sentido a todos esos esfuerzos que estaban realizando las instituciones de educación superior y los institutos de investigación, de tal manera que refuerza las dos vertientes necesarias para el desarrollo nacional: la formación de recursos humanos altamente capacitados, mediante el otorgamiento de becas nacionales y al extranjero, y el apoyo directo a los proyectos de los investigadores, a través de la evaluación por pares. Pero, además, comienza a crear centros de investigación a lo largo y ancho de la república mexicana para atender problemáticas locales y regionales, y reforzar aquellos que ya existían, en un afán descentralizador de las actividades científicas y tecnológicas.

Ahora podemos decir que el Conacyt ha consolidado una política de Estado que se traduce en apoyo constante a los proyectos de investigación, avalados por la propia comunidad científica y tecnológica nacional; en el otorgamiento permanente de becas para la formación de capital humano; en el flujo de recursos para el mejoramiento de infraestructura y equipamiento de laboratorios; en la apertura de nuevos centros de investigación o unidades de los mismos, etcétera.

Creo que después de cuatro décadas de estar operando, el Consejo ha cumplido con la misión para la que fue creado. Ha habido altas y bajas, no hay organización perfecta, pero no creo que nos debamos sentir descorazonados; lo importante es que existe un organismo como el Conacyt, el cual hay que ir perfeccionando, toda vez que está comprometido con mayores responsabilidades y con las exigencias de un desarrollo nacional más apremiante a medida que pasa el tiempo.

Finalmente, uno de los aspectos que la institución debe reforzar, a mi juicio, es la interacción con los consejos estatales de ciencia y tecnología, bajo una base de respeto y apoyo, así como la conformación de redes de investigación entre instituciones educativas y empresariales, y entre centros e institutos de investigación, para que nuestra nación esté a la altura de los cambios que en materia de ciencia y tecnología se están dando a nivel mundial, y así tener siempre una visión a futuro.

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