Todo lo anterior, que es una verdad contundente y ha sido atribuida a los sistemas educativos, a la paternidad y al medio ambiente, podría encontrar una explicación en nuestros genes, lo cual no establece su inmutabilidad y tampoco la imposibilidad de modificar ese estado de cosas; aunque para hacerlo, antes sería necesario saber cómo está ensamblada cada persona, qué es posible modificar y qué no, así como qué podemos tolerar, negociar y delegar.
Pensemos: si una de las claves de la evolución de nuestro cerebro ha sido la función de lo social, ¿no sería recíproco ahora entender el modelo cerebral con el que estamos armados para con esto modificar nuestras conductas y relaciones –en lo posible– teniendo como meta el bienestar general?
Algunos descubrimientos recientes han conducido a la consolidación de esta posición, es decir, al acercamiento en el conocimiento tanto del papel que las interacciones sociales tienen en nuestra vida como de la presencia de diversos factores biológicos involucrados, los cuales, sin que nos percatemos de manera franca, están moldeando nuestra conducta frente a los demás, incluso antes que hacia nosotros mismos.
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