Sin duda, fue la complejidad del ámbito social lo que impulsó el desarrollo del lenguaje –la escritura, el lenguaje no verbal, las predicciones hacia futuro y la empatía (entre otras)– provocando así la especialización, principalmente, de la corteza cerebral, en las funciones de comunicación.
El doctor Jared Diamon
I afirma que nuestras capacidades cognitivas, como hablar, escribir y construir máquinas complejas, nos separan del resto de los animales, y también que somos la única especie con una serie de prácticas negativas: genocidio, tortura, adicciones a diversas sustancias y conductas, en especial aquellas relacionadas con el área sexual, por ejemplo: voyerismo, exhibicionismo, juego compulsivo, sadomasoquismo..., todo lo cual deja al descubierto que la forma de manejarnos como animales corresponde a la de una especie racionalmente irracional, lo que nos ha conducido a la eliminación de otras especies animales y, en ocasiones, a actuar de manera idéntica con nosotros mismos, como se ha comprobado ampliamente en la historia de la humanidad con ejemplos como el de la Alemania Nazi (campos de concentración y la Solución final, el Holocausto).
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Lo social es, de entrada, un elemento central en nuestro desarrollo como especie y también en la formación de nuestras crías (desarrollo ontogenético); sin embargo, una serie de factores de tipo genético, bioquímico, así como de cableados y circuitos neuronales están siendo descubiertos en los últimos años, todo lo cual me ha llevado a pensar que es posible iniciar una nueva era de convivencia humana a partir de la comprensión de los diferentes modelos cerebrales con los que ya venimos ensamblados de nacimiento.
La meta final de la mayoría de las grandes religiones, lo que mujeres y hombres ilustres por su sabiduría vinculada a la humanidad han predicado es la felicidad y el bienestar de los nuestros; pero, parece ser que algo no funciona en
nosotros: si somos una especie inteligente, ¿por qué no hemos podido regularnos en las esferas social, económica y política? Una posible respuesta es que no traemos el mismo sistema de cables en nuestro cerebro: no vemos, no creemos y no sentimos lo mismo.