La puntualidad, como precepto ético, no fue una prioridad entre los griegos ni entre los romanos. De hecho, la observancia en el cumplimiento de compromisos en el tiempo convenido no se concebía como lo hacemos ahora. La razón es muy simple, no se conocía una forma precisa de medir el tiempo; es más, no se tenía un concepto preciso de la hora.
La puntualidad se empezó a practicar hasta después de la invención del reloj mecánico, a principios del Renacimiento, pero la primera forma de medición consistió en calcular el paso del tiempo mediante la observación del
trayecto de la luz solar o, mejor dicho, de su sombra
(cuadro 1). Los antiguos egipcios usaban la sombra de los obeliscos con este propósito, al tomar como medio día el momento en que los objetos no proyectan sombra alguna. Esa fue la base para que los romanos crearan dos divisiones del tiempo durante el día,
ante meridiem (origen del actual a. m.: antes del
mediodía) y
post meridian (p. m.).
Mucho antes de que Cleopatra coqueteara con Julio César y Marco Antonio ya se usaban los relojes de agua, conocidos como
clepsidras, las cuales contabilizaban el tiempo que tarda una cantidad de agua en pasar de un recipiente a otro por efecto de la gravedad. Otro reloj que se rige por el mismo principio es el reloj de arena, el cual calcula el tiempo que toma el paso de la arena entre dos recipientes esféricos de vidrio comunicados por un tubo estrecho que permite el paso de la arena del superior al inferior. Por supuesto, su utilidad era limitada, pues alguien debía estar pendiente de voltear el reloj de arena o de invertir el flujo de agua para iniciar el conteo de otro periodo de tiempo (aunque también hubo relojes monumentales de este tipo). Estos relojes medidores de lapsos cortos se utilizaban para marcar la duración de eventos como las audiencias que concedían los reyes o los jueces.