Las mitocondrias
(figura 2) son los organelos celulares especializados en producir el ATP o trifosfato de adenosina –sustancia en la que se almacena la energía necesaria para llevar a cabo muchas funciones químicas de una célula–. El ATP se emplea en la construcción de biomoléculas como proteínas, ácidos nucleicos y lípidos requeridos en la célula para su mantenimiento. Las mitocondrias acoplan el proceso de producción de energía –a partir de moléculas donadoras de electrones– con la transformación (reducción) del oxígeno en agua, proceso bioquímico que también se denomina respiración aeróbica.
La mitocondria también está involucrada en la
homeostasis del hierro, en la proliferación celular y en la
apoptosis. La cantidad de mitocondrias por célula difiere entre los distintos tejidos de un mismo organismo, en relación con las necesidades energéticas que, además, pueden variar durante su desarrollo y
diferenciación, o bien en respuesta a alteraciones fisiológicas o ambientales.
De las teorías cuyo objetivo es explicar el origen de este singular organelo, la más aceptada sugiere que en un principio las mitocondrias eran
procariotes independientes, que hace mucho tiempo colonizaron organismos
eucariotes, y terminaron definitivamente incorporadas en su interior; de ser así, tal asociación debió ser benéfica para ambos organismos. Durante la evolución, esta
simbiosis se conservó en los animales multicelulares (aves, reptiles, mamíferos, etc.). Un hecho que apoya esta teoría es que la mitocondria tiene su propio ADN (mtADN, o ADN mitocondrial), independiente del ADN del núcleo de la célula. En los vertebrados, el mtADN consiste en una doble cadena circular cerrada que contiene 13 genes; número pequeño si se compara con los aproximadamente 38,000 genes que contiene el genoma humano. Bueno, ¿y qué tienen que ver estas mitocondrias con el envejecimiento?