En una entrega anterior (número 209) hablamos acerca de la inteligencia colectiva –el trabajo creativo de un grupo de personas para generar un producto–, diferente de las creaciones individuales que estamos más acostumbrados a reconocer (la teoría de la relatividad siempre remite a Einstein). El origen múltiple de los productos colectivos plantea retos legales sobre los que vale reflexionar.
Las obras intelectuales y artísticas surgen, generalmente, a partir de algún detonante externo. Los antecedentes de una obra literaria, científica o plástica provienen de ámbitos variados: el sueño que reveló a Kekulé la disposición de la molécula de benceno, o el hallazgo de las formas monumentales de Botero a partir de una mandolina.
La inteligencia colectiva (IC), por su carácter social, genera creación que tiene como sustrato obras precedentes. Pero su limitante principal es el esquema de protección a la propiedad intelectual, bajo el cual los productos derivados de cualquier obra generan derechos para el creador original.1